martes, 26 de octubre de 2010

El káiser del gol


Me enamoré del juego de Toni Polster una noche de fútbol televisado en casa, batín y pijama, viéndole cañonear la meta rival con su zurda, aún jovencísimo él (y yo también), enfundado en su camiseta de internacional absoluto con Austria. Era, decían, el heredero del legendario Hansi Krankl.

En aquellos tiempos, mitad de la década de los ochenta aproximadamente, parecía gigante la necesidad de delanteros capaces en el Sevilla F.C., tras años y más años de condena a resultados discretos, entre otras muchas razones, deudas por aquí y divisiones internas por allá, por culpa de una endémica falta de pólvora que arrastrábamos prácticamente desde que la delantera de cristal quedase hecha añicos.

En las tertulias de colegio, bien que sufríamos las consecuencias los niños de entonces, que ejercíamos, conviene recordarlo, un sevillismo a contracorriente, heredado de la transición democrática, cuando el lado más deleznable de la política (el sectarismo disfrazado de libertades) impuso un reparto de roles sociales entre blancos y verdes, que daba carta de naturaleza a los más calenturientos y fantasiosos sueños de identidad inventados por el gen Borbolla: ricos y pobres, aristócratas y obreros, élite y pueblo llano, convenientemente enfrentados, con el trasfondo del analfabetismo imperante como caldo de cultivo idóneo para que el mensaje ruin, falso, manipulado, ventajista, calase en las mentes más ingenuas a la demagogia electoral.

Los sevillistas, insisto, veíamos con rabiosa frustración cómo el fútbol de seda que hilvanaban talentos como Rubio, Varela y Montero o Pintinho, Francisco y Moisés, era desperdiciado en el trance supremo por un puñado de arietes, todo lo entusiastas que ustedes quieran, pero con el punto de mira más desviado que “el Dioni”: Cantudo, Martínez, Duda, Araquistáin, Morete, Lopecito, Magdaleno, Peirano, César, Juan Álvarez, Alfaro, Martín, Nadal, Sanabria, todos ellos, consumados maestros del uy.

Tan sólo el islote de Acosta, en sus mejores momentos, y la pareja de gauchos, Scotta y Bertoni, nos sacaban de vez en cuando de aquella casi perpetua desazón, con lo cual, cada vez que descubríamos a un nuevo goleador en ciernes, con maneras de crack, soñábamos con verlo vestido de blanco, en la pradera de Nervión, ávidos de disfrutar con sus goles, con la eficacia, con el espectáculo gozoso del gol.

Al poco tiempo de aquel descubrimiento saltó la noticia de su marcha al Torino. Polster había sido Bota de Plata europea en 1987, con 39 goles, sólo detrás de Camataru, aunque luego se destaparía que los goles del rumano eran más falsos que un disco de los Mili Vanili, por lo que se le hizo justicia, concediéndole un  galardón compensatorio.

Era otro posible nueve que se nos esfumaba, como no hacía tanto había ocurrido con Ricardo Gareca o el brasileño Claudio Adao.

El Calcio atraía más que nunca a las grandes figuras del fútbol mundial, dejándonos a los españoles, salvo raras excepciones, las migajas del mercado. Así, mientras en la Liga doméstica los equipos más fuertes confiaban sus goles a artilleros foráneos como Rubén Cano, Kempes, Lineker, Hugo Sánchez, Archibald o Da Silva, en Italia disfrutaban con el mejor Maradona, Eljkaer Larsen, Platini, Voller, Careca, Klinssman, Gullit o Van Basten. Casi nada.

Tanto nombre y tanto trasiego de estrellas hacia el fútbol transalpino, afortunadamente dieron lugar a algún que otro fracaso, por falta de paciencia, inadaptación o caprichos de entrenadores, que siempre los hubo. Casos sonados fueron sin duda el de Michael Laudrup, renacido milagrosamente en el FC Barcelona tras un paso decepcionante por la Juve, o el de los brasileños Zico y Sócrates.

Y dentro del mismo “ejemplo Laudrup”, podemos situar a nuestro protagonista, Anton Polster, rescatado para el fútbol por el Sevilla de Luis Cuervas.

Llegó por fin a nuestra capital en el verano de 1.988, bajo el brazo del “gordo de Minessotta”, Rosendo Cabezas (siempre me ha recordado físicamente al personaje de “El buscavidas”), en plena era recalificatoria, cuando empezó a construirse un equipo con aspiraciones de “algo más”: Francisco, Ramón, Álvarez, Jiménez, Diego, la exquisita batuta de Pablo Javier Bengoechea, y posteriormente, Rinat Dassaev.


En su primera temporada como sevillista, Polster tuvo unos números discretos, en consonancia con la gris campaña del equipo, entrenado sucesivamente por Azcargorta, Pepe Ortega y Roque Olsen, y que se quedaría una vez más en puertas, “otro año iguá”, de clasificarse para la Uefa.

Aún así, goles memorables como el que le hizo al Atlético de Madrid de Maguregui en el Sánchez Pizjuán y algún otro de falta directa nos dejaban apuntes de lo que podría llegar a ser el austríaco, siempre con el diez a la espalda, en cuanto el aire deportivo soplara un poquito a favor. Ramón Vázquez todavía era mucho Ramón, tenía a la afición a sus pies, y la orquesta blanca no reconocía en el joven vienés al solista del gol que tanto necesitaba.

Todo cambió al año siguiente. Ramón desapareció de escena por aquella maldita tuberculosis que lo sacó de la élite, y hubo que darle cancha a los recién abducidos Conte y Carvajal, que se dedicaron a jugar para el austríaco, junto a un irreconocible Rafa Paz, en cuanto Vicente Cantatore le cogió la onda al equipo, aquella memorable noche navideña del 3-4 en el Camp Nou.

Polster, que ya venía embalado con una respetable ristra de tantos en su haber, hizo un hat-trick a la mayor gloria de Brito Arceo, y siguió maravillando a los aficionados durante el resto del ejercicio 89-90, hasta alcanzar la extraordinaria cifra de 33 goles en su haber. Sólo el record descomunal de Hugo Sánchez, con 38 goles, privó a nuestro héroe de alzarse con el trofeo Pichichi, que muchos otros lucen en su hoja de servicios con mediocres tarjetas de 11, 14 ó 20 tantos. Goles para todos los gustos que, en definitiva, pasaportaron al Sevilla hacia Europa, tras alcanzar el sexto puesto clasificatorio, y al delantero austríaco, junto con otros cuatro sevillistas (Rafa Paz, Jiménez, Dassaev y Bengoechea), directamente al Mundial de Italia de 1.990.

Su tercera y última temporada en el Club nervionense estuvo marcada en lo personal por los dimes y diretes de su renovación de contrato, un difícil proceso en el que sus altas pretensiones económicas y la explosión goleadora de su pareja de baile aquel año, Iván Zamorano, fueron diluyendo hasta quedarse en un imposible.

El equipo pagó muy caro esta situación, con una dolorosísima eliminación en la Copa de la Uefa a manos del Torpedo de Moscú, cuando un cuarto de hora desastroso en la ida, con pifias a diestro y siniestro (¿recordáis aquel saque de banda de Serrano o el autogol de Unzué?), nos hizo morder el polvo en la segunda ronda de la competición.

La puntilla vino después, con aquella triste anécdota del estadio de Atocha, todavía Atocha, cuando el austríaco arrojó despreciablemente su camiseta roja sevillista al banco ocupado por Cantatore. Se evidenciaba así, públicamente, la pérdida de sintonía entre el técnico y el jugador desde la llegada de su compañero chileno de línea, tanto que aquel mismo invierno, el Sevilla estuvo incluso buscándole sustituto, concretamente un jovencito holandés que jugaba en el Ajax, llamado Dennis Bergkamp, a quien Don Vicente llegaría a espiar in situ en alguna que otra escapada intersemanal a los Países Bajos. La historia sin embargo ya saben cómo terminó.

Aún le quedaba mucho fútbol en sus botas, pero hasta llegar a la Bundesliga, donde disfrutó de una especie de segunda juventud, Polster fue malvendiendo su talento por equipos tan inapropiados como el desaparecido Logroñés o el Rayo Vallecano.

Seguía siendo ídolo en su país, pero en Sevilla lo fuimos poco a poco olvidando, entre otras cosas, porque ya había aparecido un croata nacido en Osijek para suplantarlo, que no le andaba a la zaga en cuanto a calidad con la zurda y goles.

En el recuerdo, imborrable, su extraordinaria presencia física, alto, corpulento, con un juego de brazos apabullante, que utilizaba con gran habilidad, justo en el instante previo a controlar el balón, para alejar a los defensas de su órbita con tiempo bastante para disparar a gol o asistir, sin que le pitasen falta.

Finura, clase, toque, potencia, colocación, todo ello acumulaba su irrepetible pierna izquierda, aunque con los años fue afinando también la puntería con la diestra, e incluso con la cabeza, que nunca había sido su fuerte a la hora de rematar.

Sin duda alguna, hubiera sido un crack imparable con el Sevilla que vino después, tras el Centenario, porque aquella plantilla (y aquella manera de gobernar el Club que tenían sus dirigentes) no le acompañaba, pero así son las cosas del fútbol, no siempre coinciden temporalmente en un mismo equipo o plantilla los mimbres suficientes para hacer un campeón.

Pasados ya veinte años de su periplo sevillista, me quedo con su imagen de espaldas, subido en las vallas publicitarias de gol norte, agarrado con la mano derecha a los soportes de la red protectora, y alzando la izquierda con puño cerrado, mirando a la grada, celebrando uno cualquiera de sus goles.


Estampa de fútbol grande, sin duda, que algunos tuvimos el privilegio de disfrutar en una época en la que ni el mejor de nuestros sueños podía acercarse siquiera a otra cosa que no fuese la satisfacción esporádica de un pase, un regate, una jugada de tiralíneas o un gol.

4 comentarios:

  1. ¡Joder, qué bueno!

    Perdón.

    Garcias, amigo, por dejarnos estos destellos para disfrute de palanganas de todos los tiempos.

    Cuídate.

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  2. Magnífico post.
    Vaya zancada, velocidad... ¡que matador era Anton Polster!

    Felicidades.

    Saludos.

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  3. Gran post Enrique.

    Pena que Polster no siguiera aquí algunos añitos más.

    Ahora creo que es cantante. Que Crack.

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  4. Recuerdo una anecdota de Polster.

    Una de esas tardes de verano de colas para renovar el carnet, cuando las taquillas se abrían por la parte interior del estadio, apareció por allí Toni.

    Al pasar por mi lado me preguntó:
    - ¿Que hay? ¿cerveza libre?

    Y se echó a reir.

    Desde aquel día todavía fue más grande para mi.

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