Dedicado a María Rubio, nieta del gran Ismael, anfitriona de lujo de una inolvidable jornada sevillista, y a toda su familia (Nacho incluido)
Que el fútbol de los tiempos heroicos era una actividad de riesgo, ya lo hemos explicado en algunas ocasiones.
Campos pelados, piedras por doquier, balones de cuero reparados a base de costurones como si de la cabeza de Frankestein se tratase …
Incluso libertad total amparada por el reglamento para endiñarle patadas al portero sin ningún miramiento.
Cuando no te la jugabas con tus propios compañeros o con el enemigo de turno, te encontrabas a cualquier pandilla de zulús medio chalados lanzando proyectiles al campo o con una invasión incontrolada de hinchas dispuestos a interrumpir un partido a golpes (y a navajazos) con tal de conseguir una suspensión salvadora del resultado.
De esto último podrían contarnos mucho los primeros sevillistas, sobre todo cuando visitábamos el feudo de nuestro eterno rival, eternamente desesperado (en vano) por destronar al Club decano de su hegemónico liderazgo en el Campeonato de Andalucía.
El culo del aristocrático Manuel Pérez, que en paz descanse, podría atestiguarlo.
En fin, que así era el juego de pelota con los pies dentro de la cal en la época del amateurismo, cuando los primeros valientes, en el estricto sentido de esta palabra, se aficionaron a practicarlo.
Pero lo que muchos no saben es que aquel foot-ball podía también acarrear sus peligros fuera de los límites del 106 x 70.
Que se lo contaran si no al gran Ismael Rubio.
Ismael, un portento físico en la defensa del Sevilla F.C. durante la etapa del primer clasicismo sevillista, el de los felices veinte, llegó a jugarse el cuello literalmente a cuenta del fútbol.
Este back o guardaportero de singular corpulencia, pareja de línea del no menos famoso hombre de goma, el gallego Herminio, no era precisamente una hermanita de la caridad cuando se enfundaba la indumentaria alba sevillista con el escudo rojo de Lafita al pecho.
Imagínense cómo era la cosa: dos defensas para parar a cinco delanteros, cabían a 2,5 forwarders por barba.
Así que aquello que hizo célebre Belauste en Amberes con el “a mí que los arrollo”, aplíquenselo a nuestro protagonista.
Un Ismael que además tenía que multiplicarse (en el juego y en la “leña”) para cubrir los boquetes que el malabarismo innato en el juego de Herminio provocaba constantemente en nuestra retaguardia.
"Era el coco de la defensa y una vez acabó hasta con los suplentes del equipo contrario..." |
A lo que íbamos.
Cierto día de partido en Murcia, mientras el grueso de la expedición sevillista, comandada por el dandy Juan Antonio Armet de Castellví “Kinké”, todavía resoplaba ronquidos durmiendo la mona tras un resacón de mil demonios, nos encontramos al presumido de Ismael sentado en una barbería local dispuesto a acicalarse antes del partido.
El barbero le embadurna la cara y afila la perica, mientras se va encendiendo en animada conversación con otros clientes del garito.
Como hay fútbol a la tarde, se comenta la vista a Murcia del Sevilla, poniendo especial énfasis en los antecedentes (casi penales) de la ida de la eliminatoria, disputada en el campo de la Victoria.
El diálogo prontamente se centra en vestir de limpio, ustedes ya me entienden, al joven defensa derecho sevillista, ese tal Ismael, una bestia parda que se había bastado él solito para dejar a medio equipo pimentonero lleno de cicatrices y cardenales.
A Ismael, sentado a merced del barbero, con el cuello al aire presto y dispuesto para cualquier descuido del maestro, los sudores empiezan a brotarle por todos los poros de su cuerpo a la par que apenas puede tragar saliva.
El barbero se percata de la repentina tirantez de su cliente, y pregunta:
-¿Aprieto demasiado, señor?
-No, no, no se preocupe, siga y termine, que tengo un poco de prisa.
Los otros clientes seguían a lo suyo, que si el Ismael ese era un tal y un cual, que si a fulanito le zampó un buen mamporro, que si a menganito lo sacó del campo de un sopapo, etc., etc.
En plena discusión, el barbero, navaja en ristre, proclama:
-Si cogiera yo ahora mismo a Ismael, al niño ese, me lo cargaba.
Con sus palabras, acompañaba el movimiento de su brazo como si de un violinista se tratase.
Ni que decir tiene la carita que se le puso a nuestro defensa, más blanca que el babi que lo protegía del afeitado.
A la más mínima sospecha, fssssssssssssssh, tajo al canto y adiós muy buenas.
Cuando por fin termina el servicio, Ismael se levanta y pregunta qué se debe. Paga religiosamente y se dirige a la puerta.
Antes de salir, responde en voz alta:
-Señores, que el niño ese del que ustedes hablan, el defensa del Sevilla al que quieren matar, soy yo, Ismael Rubio.
Inmediatamente le pidieron disculpas mostrándose arrepentidos y abochornados por la situación.
Pero el mal rato que le habían hecho pasar no se le olvidaría nunca.
Eso sí, jamás volvería a pisar una barbería en territorio comanche.
Sentado, Ismael Rubio en 1955, y de pie, su entrevistador, Nicolás J. Salas, uno de los tergiversadores béticos de la historia |
Nota.- El presente relato es verídico, está inspirado en una anécdota contada por el propio Ismael Rubio en una entrevista publicada en la revista Oiga, en 1955. Habían pasado más de treinta años de aquel suceso y todavía se estremecía al recordarlo.